El oro tiene la capacidad de producir los efectos deseados en los demás; cuando se luce adecuadamente provoca la armonía, la exaltación y el deseo, según el ritmo al que se haga vibrar…para el oro siempre existe alguien receptivo que saborea su resplandor y encanto. El oro evoca un misticismo que oscila entre lo divino y lo sensual; divino en cuanto a la pureza y sensual en cuanto a la forma creada por el artesano.
La palabra oro, sin ser verbo tiene el poder de generar la acción; es un instrumento de medición entre lo valioso y lo no valioso.
El oro visto hacia arriba brilla como el sol, al dejarlo caer produce un sonido agudo que viaja en nuestras mentes a través de los siglos. Cuando lo tenemos en nuestras manos es imposible no admirarlo y dejarse seducir. Lo tratamos como a una hija preferida: en los festejos lo lucimos y nos sentimos orgullosos, lo escondemos y guardamos en las épocas de peligro, a la hora de desprendernos de ella deseamos que sea acompañado por la persona más digna y respetable.